domingo, 21 de julio de 2013

01071974


El televisor Leyla mostraba la imágen del ataúd. Dentro de él, el cuerpo sin vida de un hombre vestido de traje, con las manos juntas sobre su pecho, reposaba sobre una manta cuyos bordes calados caían por sobre los costados del cajón. La voz del periodista anunciaba la muerte del Excelentísimo Señor Presidente de la Nación. Mientras Mamá lloraba y sacaba fotos a la tele, yo solo podía pensar que el maldito viejo había entristecido a Mamá, y que por su culpa, seguramente, iban a suspender el festejo de mi cumpleaños número 8, para el cual faltaban sólo 4 días.
Papá estaba trabajando, y mis hermanas mayores  “en particular”.
Era yo quien debía acompañarla y sostenerla en su angustia. La abracé. No se dió cuenta. Apoyé mi cabeza en su pecho para sentir la vibración provocada por su llanto. Quise consolarla, pero no pude. Tomé mi pequeño banquito, me senté silenciosa a su lado. Sus hermosos ojos verdes, ahora empañados, no notaron siquiera mi presencia. Si al menos hubiese podido reconfortarla diciéndole cuánto la amaba. Pero no me animé.
Flexioné las rodillas y con ambos brazos abracé mis piernas, bajé el cuello lo mas que pude y metí la cabeza en el huequito que se formaba con mi cuerpo. Cerré los ojos y sentí en mí toda su tristeza, sumada a toda la mía. Lloré en silencio.
Hoy, ojeando fotos viejas, encontré una en la que estoy rodeada de 4 compañeras de escuela, Papá, Mamá, mis hermanas, y una torta con 8 velitas. Curiosamente nada recuerdo de ese día.

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